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domingo, 29 de agosto de 2010

Joseph Palmer, el paria que luchó por sus derechos


El adalid que luchó toda la vida por uno de los derechos del hombre.
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Joseph Palmer, el paria que luchó por sus derechos; o
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«La barba de Joseph Palmer»
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(condensado de “The American Scholar”).
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por Stewart Holbrook
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. .. El derecho del hombre a que se respete su individualidad, halló en Joseph Palmer uno de sus más decididos campeones. Al defender ese derecho, Palmer contribuyó a crear en su patria, los Estados Unidos, un ambiente más liberal y agradable. Sin embargo, hasta en la misma comarca donde nació la de Fitchburgo, en el estado de Massachusetts se han olvidado de este yanqui enérgico e incapaz de amilanarse ante el qué dirán, ni las amenazas, ni las mismas vías de hecho. Y es lástima que así haya sido, pues hombres del temple de Palmer no abundan en estos tiempos.
. . .. Le tocó a él enfrentarse a una de las persecuciones más extraordinarias del mundo. No fueron prejuicios de raza o intransigencias de fanáticos la causa de ella. Por increíble que parezca, se debió únicamente... a una barba. Verdad que era una barba excepcional: la más larga, la más poblada que se ha visto en los Estados Unidos, y acaso en toda la Tierra.
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.. Joseph Palmer era de vieja cepa yanqui. Su padre peleó en las jornadas de la independencia norteamericana. El propio Joseph hizo armas contra los ingleses en 1812. En 1830, a los cuarenta y dos años de edad, tuvo la desdichada ocurrencia de mudarse de su granja al floreciente pueblecito de Fitchburgo, donde su copiosa barba atrajo al momento las miradas y las burlas de sus vecinos.
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.. Antes de hablar de los actos de violencia que siguieron a esto, es indispensable referirse brevemente al florecimiento y decadencia de la barba en los Estados Unidos.
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.. El continente del cual forman parte fue descubierto y conquistado por hombres de diversa nacionalidad, pero que tenían casi todos una característica común: la de ser barbados. Hernán Cortés, Champlain, Drake, Raleigh, el capitán John Smith, De Soto, usaron barbas, diferenciales sólo en cuanto al largo y a la forma. Concretándonos a los Estados Unidos, después de los descubridores y conquistadores llegaron los peregrinos y los puritanos, que tampoco se afeitaban. Pero, al corto tiempo de establecidos los primeros colonizadores, empezó la decadencia de la barba, que se redujo a sencilla perilla y, hacia 1720 había desaparecido ya por completo. Los patriotas de la guerra de emancipación se rasuraban toda la cara. No se ve en las de Washington, Gates, Greene o Ethan Allan ni siquiera un principio de patilla. Ninguno de los firmantes de la declaración de la independencia norteamericana llevaba barba, ni siquiera bigote.
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. .. Esa siguió siendo la moda por años y años. Hasta que Lincoln subió al poder, ningún presidente estadounidense se había apartado de ella. Al mismo tío Sam lo representaban los caricaturistas antes de 1858, completamente afeitado. Sólo bastante después de 1860, ya bien entrada la guerra de secesión, fueron los Estados Unidos una nación de barbudos.
. . .. Cuando Palmer se presentó en Fitchburgo con sus barbas de zamarro, hacía por lo menos un siglo que era rarísimo el norteamericano que no se rasuraba. Bajo la apariencia severa y un tanto rara del recién llegado, se ocultaba un excelente ciudadano, un hombre bueno, temeroso de Dios, tolerante con el prójimo, de entendimiento despierto y de muy varias aficiones intelectuales. Era también Palmer todo un carácter: nada ni nadie le hacía ceder un ápice en la defensa de sus convicciones o de sus derechos. Y entre estos últimos incluía él su derecho de no afeitarse aquellas barbas torrenciales.
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. .. En el pueblo lo entendieron de otro modo. Los chiquillos le perseguían a gritos y pedradas. Las mujeres, al verlo, hacían una mueca despreciativa y cambiaban de acera, por que no les pasara cerca. La gente maleante se entretenía con frecuencia en ir a romper los cristales de las ventanas de su casa. Los hombres se burlaban de él en sus propias barbas.
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.. En 1840, Joseph Palmer era personaje conocidísimo en todos los Estados Unidos. Debía esta celebridad a dos episodios. A pesar de los desprecios que le hacían los otros adeptos, jamás faltaba Palmer a los oficios de su iglesia. Un domingo, al dar la comunión —que según los ritos de la secta se administraba bajo las especies de pan y vino—, el oficiante pasó de largo frente a Palmer. Indignado por esta pública humillación, el barbudo avanzó resueltamente, le echó mano al cáliz y tomó un buen sorbo. En seguida, en medio de la estupefacción general, se marchó de la iglesia.
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. .. A los pocos días de este escándalo, saliendo Palmer del Hotel de Fitchburgo, le cayeron encima cuatro hombres que iban provistos de tijeras, navaja de afeitar, brocha y jabón. Una vez que le tuvieron bien sujeto, le tiraron al suelo y se dispusieron a desbarbarlo. Aunque, al caer, se lastimó cruelmente la espalda y la cabeza, el agredido conservó la presencia de ánimo; y sacando del bolsillo una navaja, la emprendió con sus atacantes, a los cuales hirió en las piernas, ya que no se gravedad, sí en forma bastante dolorosa para que salieran corriendo. Levantóse él entonces, herido y magullado, pero sin que le faltase un pelo de su espléndida barba.
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.. Las autoridades lo prendieron por escándalo en la vía pública y agresión ilegítima, y le impusieron una multa, que él se negó a pagar, declarando que procedía así por cuestión de principios. Lo encerraron entonces en la cárcel municipal de Worcester, en la cual permaneció más de un año, parte del tiempo incomunicado. Aun allí tuvo que defender su barba. Un día se le presentó en la celda el alcaide, acompañado de varios mocetones que iban resueltos a afeitarlo quieras que no. Opuso una resistencia tan decidida, que desistieron de hacerlo. También tuvo Palmer, en dos distintas ocasiones, que rechazar a viva fuerza a otros presos, confabulados para raparlo.
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. .. Desde la cárcel escribió cartas en que explicaba que lo tenían allí, no por haber agredido a nadie, sino sencillamente por no haberse dejado cortar la barba lo cual era la pura verdad. Su hijo consiguió que el Spy de Worcester las publicase. Otros periódicos las reimprimieron. Se empezó a hablar en todo Massachusetts del episodio. El jefe de policía comprendió que le había caído una brasa ardiendo entre las manos. Palmer iba camino de convertirse en víctima... y de convertir a él en verdugo. Le dijo que podía irse cuando quisiera, y que no se acordara más de lo sucedido. Palmer no se movió. Fue inútil que el alcaide le mandara una y otra vez que se marchase. Tampoco surtieron efecto las cartas que le escribió su anciana madre instándole a volver al hogar. El barbudo preso se mantuvo inflexible. Sentado en una silla, inmóvil como un Buda, parecía dispuesto a pasar allí el resto de su vida. No les quedó más remedio al alcaide y a los guardas que levantarle en peso, con asiento y todo, y depositarlo en midad de la calle.
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.. No volvió a ejercerse acto alguno de violencia contra la barba ya famosa de Joseph Palmer. Tranquilo por ese lado, aprovechó la libertad de que ahora gozaba para tomar parte muy activa en la campaña contra la esclavitud. Iba a menudo a Boston, donde los abolicionistas celebraban reuniones. Contribuía al triunfo de la causa con su tiempo y su dinero. Conoció a Emerson y a Thoreau, que elogiaron su buen juicio. Su fama se extendía más y más por toda la nación. En lugar de verse perseguido, gozaba de los favores del aura popular.
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.. Fueron pasando los años. La barba crecía, se ensanchaba, se desparramaba frondosa e invasora. A juzgar por un retrato que Palmer se hizo en esa época, Walt Whitman a su lado era un mozalbete barbilampiño. Antes de morir, tuvo el gusto de ver que las barbas se ponían de moda. Fue cosa repentina. De la noche a la mañana empezaron a verse hombres y más hombres que convertían calles, plazas, teatros, cualquier lugar donde hubiese público, en un océano de barbas.
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.. Nunca ha podido precisarse la causa de tan súbito cambio. Pero ahí están los hechos. Lincoln, que no usaba barba cuando lo eligieron presidente, lucía ya, al tomar posesión del cargo, la misma con que le vemos en los retratos. Grant, que en sus tiempos de teniente llevaba apenas un bigotito insignificante, era hombre de barba corrida cuando llegó a general. Robert E. Lee, que se afeitaba toda la cara en la época en que estalló en el Sur de los Estados Unidos la rebelión en la que fue jefe, se había dejado ya crecer la barba al concluir la guerra. Para 1862, es decir, un par de años después de rotas las hostilidades, casi todos los generales, jefes, oficiales y soldados que combatían en la guerra de secesión, tanto sudistas como nordistas, exponían a las balas, no solamente el pecho, sino las barbas.
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.. En las décadas de 1860 y 1870, los jugadores de béisbol gastaban barba. La barba del banquero, por su corte especial, llegó a ser casi un distintivo de clase. Desaparecieron las navajas de afeitar y aparecieron los vendedores de tónicos para hermosear la barba, y hasta para convertir en barbudos a los lampiños. El regalo más indicado para un amigo era una taza con bigotera. Llevar la cara más o menos cubierta de pelos confería cierto carácter; era indicio de hombre serio, solvente, respetable. Los Estados Unidos eran una exposición ambulante de esta moda. Había barbas cortadas en punta y barbas cuadradas. Había patillas y perillas. Había sotabarbas. Y no era menor la abundacia de bigotes, generalmente estupendos.
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.. Todo esto alegraba la vejez de Palmer; le hacía sentir que había sido profeta en su tierra. Murió en 1875, cuando la moda estaba en su apogeo. La suerte piadosa quiso ahorrarle al anciano el espectáculo, tristísimo para él, de la decadencia y final derrumbe del imperio de las barbas.
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.. La gradual desaparición de las caras barbudas en los últimos treinta y cinco años, es asunto que nos ha robado más de una hora de sueño a nosotros los historiadores de segunda fila. Afortunadamente, un entendido en la materia, el señor Lewis Gannett, ha deslindado con toda propiedad el terreno que hemos de explorar. Para hacerlo utilizó, a modo de jalones, los grupos fotográficos que, al final de cada año, sacan en la universidad de Harvard que fue su alma máterlos alumnos que salen graduados. En esas fotografías se ve que, en tanto que en 1860 eran todos barbados, en 1872 la mayoría usaba nada más que patilla y bigote, y para 1890 la patilla, al igual de la barba, no se estilaba ya, y sólo el bigote era de rigor.
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.. En los años siguientes, el crepúsculo de barbas, patillas y bigotes va haciéndose noche completa. Entre los graduados de 1900 no hay uno solo que lleve barba. En 1901, en todo el equipo de fútbol de Harvard sólo se ve un bigote. En 1905 hay también nada más que uno el último bigote en el equipo de béisbol.
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. .. Más o menos lo mismo ocurre en la casa blanca. De Lincoln a Taft, sólo un presidente McKinley lleva la cara completamente afeitada. En cambio, de Wilson, que sube al poder en 1912, hasta la fecha, todos los presidentes estadounidenses van rasurados. De hecho, cuando Hughes salió derrotado en las elecciones presidenciales de 1916, muchas personas creyeron que debía ese fracaso a su barba, que, por cierto, ha sido por espacio de años, la única que se ha visto en la corte suprema de justicia de los Estados Unidos, donde abundaban antes.
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.. Joseph Palmer supo, pues, morirse a tiempo; y no dejó por otra parte de tomar sus precauciones para que no le olvidaran del todo. A corta distancia de Fitchburgo, en el antiguo cementerio de Leominster del Norte, se levanta sobre su sepultura una estela de piedra berroqueña. Es del alto de un hombre. En el medallón de mármol que la adorna, aparece la noble cabeza de Joseph Palmer, con su blanca barba majestuosa. Un poco más abajo, tropiezan los ojos con este epitafio: «Perseguido por usar barba».
.. «Selecciones» del Reader's Digest, tomo X, núm. 56.

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