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domingo, 10 de octubre de 2010

Cristóbal Colón, Almirante del Mar Océano.

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1492 — 12 de octubre — 2010
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In memoriam del gran navegante en el quingentésimo décimooctavo aniversario del Descubrimiento de América
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Cristóbal Colón,
Almirante del Mar Océano
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(Basado en el libro «Admiral of the Ocean Sea»
del doctor Samuel Eliot Morison)
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Por George Kent
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Alto, bien parecido, de nariz corva, cabellos rojizos y ojos zarcos, fue Cristóbal Colón cardador de lana, cartógrafo, vendedor de libros, comprador de azúcar y marino. En su rostro largo, de pómulos prominentes, tachonado de pecas, se dibujaba una sonrisa benévola que no acusaba, empero, ningún sentido humorístico de la vida. Era buen conversador que solía pecar de jactancioso, y hombre decente con sus ribetes de pícaro. Su descubrimiento de América fue la más importante proeza de valor que registra la historia.
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. Muchas de las cosas que tenemos por evidentes sobre Cristóbal Colón son pura patraña, como la consabida leyenda de que era en su tiempo el único convencido de la redondez de la Tierra. ¡Si todo el mundo lo sabía! ¡Si se enseñaba en las escuelas y universidades! Hasta existían globos terráqueos, no muy distintos de los que hoy adornan las aulas de chicuelos, al alcance de cuaquier bolsillo medianamente provisto.
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. Por lo demás, y contra lo que generalmente indican los retratos del Descubridor, jamás se valió del astrolabio para determinar la posición del sol: navegaba a ojo de buen cubero y a la buena de Dios —por estima, que dicen las gentes de mar—; pero con pericia bastante para enrumbar invariablemente a puerto seguro.
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. Al hacerse a la vela hacia occidente, Colón corría sin duda un gran albur, pero no lo corría totalmente a obscuras. Los puertos europeos rebosaban de relatos de individuos que habían hecho ya ese viaje, en todo o en parte. De la reina de Saba se decía que, navegando al poniente más allá de España, había cruzado el océano hasta llegar al Japón; siete obispos portugueses, según rumores corrientes, huyendo de la persecución habían ido a refugiarse en una isla no distante de Cuba, a la que llamaron la Antilla; y, desde luego, Leif Éricsson a la cabeza de sus marinos escandinavos había llegado sano y salvo a la tierra norteamericana conocida hoy con el nombre de Nueva Inglaterra.
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. Existía asimismo una buena carta dibujada por el docto astrónomo italiano Toscanelli, considerada como obra sólida y digna de confianza, en la que aparecía el continente americano correctamente localizado. Por otra parte, en las playas de las islas Azores se habían encontrado cadáveres, llevados allí por el oleaje, de hombres que parecían orientales y que en realidad eran caribes. Troncos ahuecados a mano de árboles que no podían haber crecido en el África, se habían sacado también del mar, lo mismo que algunos belchos marinos que sólo se dan en las playas arenosas de América.
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. Todos estos indicios estaban diciendo que sí había tierras nuevas para el marino valiente que quisiera ir a apoderarse de ellas al otro lado del mar. Pero nadie , que se sepa —como no fueran los daneses y los portugueses— movió nunca un dedo para ir a conquistarlas; es decir, nadie hasta que Colón concibió su sueño.
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. Cristóbal Colón nació en Génova hacia 1451. Era el hijo mayor de un parsimonioso tejedor y tabernero. De sus actividades hasta los ventitrés años de edad apenas si se sabe que cardaba lana, manejaba un telar o se enganchaba de marino. Y siendo Génova una gran ciudad libre e importantísimo puerto marítimo, cuya rada permanecía atestada de navíos, es claro que a un joven despierto habían de sobrarle las oportunidades de aprender los oficios de la marinería y el arte del cartógrafo.
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. Existen noticias de varios cruceros de Colón, entre otros, el más afortunado, aquel que le arrojó a las playas de Portugal. Hacía entonces rumbo a Oriente, como marino a bordo de una nave que fue atacada y hundida por la flota portuguesa. Herido, Colón logró sin embargo saltar sobre la borda y ganar a nado la costa de Lagos, de donde más tarde pasó a Lisboa. Ocurría esto por el año de 1476. Buena plaza era entonces Lisboa para un soñador de aventuras marítimas, puesto que era el puerto adonde concurría todo marino de provecho, y donde obtenían apoyo los más descabellados proyectos de exploración. También se aprendían allí matemáticas y astronomía, arquitectura naval y enjarciadura; cuanto ha de saber el navegante. Cristóbal y su hermano Bartolomé abrieron taller de dibujo de mapas con buen suceso. Cristóbal contrajo matrimonio con una rica heredera que pretendía anclarle en tierra y convertirle en miembro respetable de la comunidad.
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. Pero Colón se aferraba a su idea —o mejor dicho, a su obsesión— de que navegando al Occidente era posible llegar al Oriente. Preocupábale este pensamiento sin dejarle punto de reposo. Esto era lo que le distinguía de los más de sus contemporáneos. Él sí estaba convencido y seguro y quería emprender el viaje. Pero por fuerza había de esperar largo tiempo antes que hubiese quien le facilitara los buques. Entretanto, hablaba de sus ideas a cuentos quisieran prestarle oídos.
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. El rey don Juan II de Portugal llegó a interesarse en los proyectos de Colón, y los sometió al estudio de una junta de sabios, que los rechazó. Pero el monarca no dejó a Colón de la mano hasta que el portugués Bartolomé Dias dobló el cabo de la Buena Esperanza, abriendo así el camino oriental hacia los fabulosos tesoros del Asia. Desde entonces don Juan se desentendió de la posible ruta occidental.
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. A la muerte de su esposa, Colón consumió la mejor parte de su hacienda en darle digna sepultura, cumplido lo cual pasó a España. Don Fernando y doña Isabel, empeñados a la sazón en costosa guerra contra los moros de Granada, escucharon apenas a medias los proyectos de Colón; pero la reina, prendada al punto del visionario, resolvió pensionarle —como por darle algo a buena cuenta de futuros servicios—, mientras la real justa de notables dictaminaba sobre los planes. La pensión, sin ser gran cosa, bastaba empero para satisfacer las primordiales necesidades de un hombre tan frugal y sobrio, pero le fue suspendida al cabo de uno o dos años. Los ocho siguientes se mantuvo con el magro producto de la venta de libros y el dibujo de mapas, mientras aguardaba la terminación de la guerra de España contra la morería. El cabellos rojizo se le plateó de canas; contrajo artritis; la capa rivalizaba con los zapatos en número de agujeros, al punto que ya no podía salir a la calle en días lluviosos. Pero seguía esperando y, mientras tanto, hablando, hablando eternamente de sus planes.
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. Por fin, en 1485, desilusionado de España, resolvió probar fortuna en Francia, y hacia allá se encaminaba cuando hizo posada en un convento cercano al puerto de Palos de la Frontera. El prior, impresionado con las exposiciones de su huésped, le consiguió audiencia con la reina.
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. Pese a que los letrados de la corte ya habían rechazado antes los proyectos del futuro Descubridor, doña Isabel escuchó a espacio a Colón y declaró que le gustaba el plan. Con todo, se le hacía un poco alto el precio que pedía por el descubrimiento, a saber: el título de Almirante del Mar Océano para él y sus descendientes a perpetuidad, y el nombramiento de virrey de cuantas tierras descubriese, amén de una décima parte de todos los tesoros que pudiera recoger. Como doña Isabel se resistiera a aceptar semejantes condiciones, el genovés le dió las gracias por haberle escuchado, montó su mula y tomó otra vez el camino de Francia. ¡No estaba él para regateos después de ocho años de espera!
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. Entretanto, Luis Santángel, guardador del tesoro privado, dijo a la reina algo a este tenor: «Si se necesita dinero para la empresa, yo lo proveeré de mi peculio. ¿Qué puede perder Vuestra Majestad? Considerad en cambio lo que podríais ganar: millares de conversos a nuestra Santa Fe, gloria para la Corona, y oro». La reina incontinenti despachó emisarios a buscar al viajero.
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. El primer viaje de Colón costó a doña Isabel seis mil pesos oro. No es cierto que empeñara para ello las joyas de la Corona, como se nos enseñó en la escuela. Esas alhajas estaban pignoradas desde hacía años para sufragar los gastos de la guerra morisca. Santángel pagó otros seis mil pesos y Colón, que tomó prestado de su puesta, unos dos mil. La soldadesca de la tripulación llegó como a tres mil, de suerte que el coste total del viaje más grande de la historia, el que dio a España dos continentes, montó alrededor de diecisiete mil pesos oro, suma que en términos de la monedad corriente en nuestros días apenas si bastaría para comprar una mala alquería o granja en cualquier país de América. Por contraste, los veinticuatro dólares que los holandeses pagaron a los indígenas por la isla de Manhattan parecen un exageración.
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. Las tres carabelas de Colón —la Pinta, la Niña y la Santa María— eran sólidos barquitos, muy marineros, que con bonanza hacían seis o siete nudos por término medio, podían moverse también a remos mediante largos canaletes cuando amainaba el viento. Cada patrono disponía de camarote, pero la tripulación dormía sobre cubierta. Una vez al día se encendía fuego en un hornillo de leña donde se cocía la comida, recargada de ajos, para los dos turnos de guardia. Se medía el tiempo por relojes de arena que los sirvientes se encargaban de voltear oportunamente.
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. Iban en las naves unos ochenta y siete hombres, entre ellos tres médicos, un paje de Colón, un intérprete y un contable enviado por la reina para hacer inventario de oro y las piedras preciosas que se embarcasen. Música no faltaba, como que los sirvientes solían entonar canciones populares cuando iban a voltear los relojes o servir la comida, y por la noche toda la tripulación cantaba algún himno, por lo común el «Salve, Reina de los Cielos». Contra lo que se ha dicho tanto, estos hombres no habían salido de las cárceles de España, si bien es cierto que uno de ellos tenía sobre la conciencia un asesinato. Pero la leva se había hecho entre buenas gentes del pueblo: mozos que habían aprendido el arte de marear embarcándose cuando quiera que se les ofrecía la ocasión.
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. La pericia de Colón como navegante ha despertado la admiración de todos sus sucesores. Cometió algunos errores, debido más que todo a la falta de instrumentos adecuados. Los portugueses, al pretender llegar a América, habían navegado demasiado al norte, donde los atrapaban los bravíos temporales que soplan del poniente; en tanto que Colón puso proa bien al sur y aprovechó los vientos del este que habían de llevarle a salvo al otro lado del océano. Gastó exactamente treinta y tres días en la travesía. Al encontrar las aguas cubiertas de algas del Mar de los Sargazos, los colegas que mandaban los otros dos navíos le imploraron variar de rumbo a fin de buscar islas; pero Colón, sordo a sus ruegos, mantuvo fijo el derrotero al poniente. A la verdad, en una ocasión viró un poco al sudoeste, aunque sólo por seguir la dirección de una bandada de aves, de las cuales acertadamente barruntó él que debía de dirigirse a tierra. De no haber cambiado de rumbo, se habría enredado entre los cayos de la Florida.
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. Cuando comenzó a amotinarse la tripulación, que jamás había pasado tanto tiempo sin ver tierra, reunió a toda la gente el 10 de octubre y prometió: «Si en dos días no viéremos tierra, volveré atrás».
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. El 12 de octubre la flotilla llegaba por primera vez a tierra en la isla de Guanahaní, en el grupo de las Bahamas, que Colón bautizó con el nombre de «San Salvador». Allí se hincó de rodillas para dar gracias a Dios, y con mucho boato tomó posesión en nombre de los Reyes Católicos, don Fernando y doña Isabel. Los indígenas, desnudos, sencillos, amistosos, observaron atentamente la ceremonia.
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. «Tan ingenuos son y libres de lo que poseen escribía Colón— que no lo creyese quien no lo haya presenciado; de cuanto tienen invitan a participar y muestran tanto amor como si con ellos diesen el corazón, y se contentan con cualquier bagatela que se les dé». Éstas gentes han sido identificadas como taínes, raza ya de largo tiempo desaparecida. Colón decía a Su Majestad que serían buenos esclavos, dadas su suavidad e inteligencia.
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. De los dos primeros días en tierra escribe el doctor Morison en su biografía de Colón:
«Así concluyeron cuarenta y ocho horas de la más maravillosa experiencia que haya tenido jamás marino alguno. Otros descubrimientos han sido más espectaculares que este islote arenoso y plano, pero fue ahí donde el océano por vez primera soltó las cadenas de las cosas, según la profecía de Séneca, y entregó el secreto que había desconcertado a los europeos desde que comenzaron a inquirir qué habría bajo el cerco occidental del horizonte. San Salvador surgen del mar tras un viaje de treinta y tres días para romper en seco con toda experiencia anterior. Todo árbol, toda forma de vegetación que veían los españoles les era extraña; y los naturales, no sólo extraños sino también inesperados. Se expresaban en lengua desconocida y no se asemejaban a ninguna raza de que hubiera leído el más erudito explorador en los relatos de viajeros desde Herodoto hasta Marco Polo. Nunca, tal vez, volverán los mortales a captar el asombro, la maravilla de aquellos días de octubre de 1492 en que el Nuevo Mundo graciosamente cedió su virginidad a los conquistadores castellanos».
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. De San Salvador Colón navegó al sur y descubrió otras islas, entre ellas Cuba, donde los hombres fumaban cigarros colocando una punta en las narices e inhalando con fuerza. Por fin desembarcó en la Española —isla en que hoy están situadas Haití y la República Dominicana— y allí ya no le fue posible contener a la tripulación, que se dedicó a raptar a las mujeres y robarles sus alhajas. Fue ahí también donde encalló la Santa María tan gravemente que no fue posible ponerla de nuevo a flote, de modo que Colón resolvió dejar una colonia de cuarenta hombres en un sitio que llamó la Isabela, en la costa septentrional de la isla. No volvió a verles jamás, y se presume que todos los cuarenta fueron asesinados por los indios. Colón se dirigió al norte, aprovechó los vientos de occidente y por fin regresó a España.
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. El relato del Descubrimiento sobre su aventura causó sensación. Su desfile por las calles de las ciudades españolas, exhibiendo el oro, los guacamayos y los indios secuestrados en el Nuevo Mundo, fue el momento culminante de su carrera. Pero se le colmó la copa cuando, habiéndose arrodillado frente a los reyes Fernando e Isabel, éstos le hicieron levantar y le invitaron a sentarse a su lado. Todo cuanto se habían comprometido a darle se lo dieron, e insistieron en que se preparara a emprender un nuevo viaje; esta vez con clérigos, soldados y artesanos, para consolidar y ampliar sus descubrimientos.
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. La prueba del huevo de Colón, de que tanto se ha hablado, tuvo lugar durante un banquete con que le obsequió el gran cardenal de España. Uno de los concurrentes, ya ebrio, declaró que si Colón no hubiera hecho el descubrimiento, lo habría realizado cualquiera otro, sin duda un español. Por toda respuesta, el aludido tomó un huevo y propuso a los circunstantes que lo colocaran de punta sobre la mesa. Como ninguno pudiera hacerlo, Colón quebró ligeramente la cáscara por uno de sus extremos y el huevo se mantuvo entonces de punta sin caerse. Así les hizo comprender que sería cosa fácil para cualquiera repetir la proeza, una vez que él había demostrado cómo podía realizarse.
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. En cierto modo, el segundo viaje de Colón fue su perdición, puesto que reveló el magno error de haber dejado la colonia en la Isabela y sirvió para dejar igualmente en claro que el grande hombre no era capaz de dominar la rebeldía de sus subalternos, a quienes trataba alternativamente con excesiva suavidad o con demasiada violencia.
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. Cuando emprendió el tercer viaje le acompañó un juez que injustamente lo declaró culpable de varios delitos. Regresó a España cargado de cadenas, pero la reina, indignada al saberlo, lo puso rápidamente en libertad. Sin embargo, cuando Colón exigió la décima parte del tesoro, que era su participación convenida desde antes del primer viaje, sus católicas majestades se mostraron reacias. Los dominios de España en las Indias occidentales producían cada vez mayores riquezas, y darle lo pactado equivalía a hacerle fabulosamente rico. Así pues, fueron dando largas al asunto, hasta que en 1502 le entregaron cuatro navíos para su cuarto y último viaje.
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. Esta vez navegó por las costas de América Central, pero su obsesión por hallar un paso por donde pudiera salir de nuevo a mar abierto le hizo pasar por alto dos cosas que le habrían granjeado el aprecio de la corte: las pesqueras de perlas cerca de la costa de Honduras, y una de las minas de oro más ricas del mundo. Es más: la tripulación se amotinó y estuvo a punto de matarle. Reducido al lecho por la artritis, con los barcos horadados de carcoma, tuvo que esperar la llegada de una partida de salvamento.
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. Entretanto, su buena amiga la reina Isabel había muerto, y don Fernando, que no le tenía en sus entretelas, se hacía el sordo a las reiteradas peticiones de fondos con que pagar a la tripulación. En fin, agobiado por la artritis, logró permiso para viajar a mula y presentarse ante el soberano. Don Fernando propuso al almirante del Mar Océano cambiarle su título y otros gajes por un ducado lucrativo. Colón no aceptó: ¡o todo, o nada! Y se quedó sin nada.
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. Si Colón hubiera estado quieto después del primer viaje, habría llegado a una vejez tranquila, lleno de honores, riquezas y títulos hereditarios. Pero no era él hombre para pasársela mano sobre mano. Creía haber llegado a las Indias Orientales y hasta el final de sus días estuvo convencido de que el palacio del gran Kan debía de estar en algún lugar de lo que es hoy Costa Rica. Ni fatigaba su pecho tan sólo la ambición de riquezas, sino la de hallar un pasaje que había de conducirle a las tierras de que habla Marco Polo: comarcas regidas por sultanes y bendecidas con todas las delicias y comodidades de la civilización.
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. He aquí, en pocas palabras, la historia del hombre que agregó a los dominios de España, directa e indirectamente, más tierras que las que jamás soñaron sus monarcas, y cuyo descubrimiento volvió hacia el occidente las miradas de Europa e insufló el aire puro del nuevo mundo en los pulmones del antiguo.
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. Murió Colón a los sesenta y cinco años años de edad; pobre, sin quien lo lamentase. Pero, como escribía en 1881 W. L. Alden en su biografía del almirante, «su grandeza no puede ponerse en tela de juicio. El fulgor de sus entusiasmo aviva el nuestro, aun separados como estamos de una distancia de cuatrocientos años, y su figura heroica se agiganta a través de los siglos sucesivos».
Selecciones del Reader´s Digest, tomo XIV, núm. 84.

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