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miércoles, 4 de mayo de 2016

Cómo la manía de continua renovación es contraria a la perfección


Cómo la manía de continua renovación es contraria 
a la perfección

Por Noel Clarasó

    La obsesión de mejorar las cosas, o de hacerlas más comerciales como novedad, es uno de los signos de la vida moderna.

    Parece que nuestros abuelos creían en la perfectibilidad del hombre. Hoy, ante las muchas evidencias que desvirtúan esta convicción, la hemos reemplazado por una arraigada creencia en la perfectibilidad de las cosas. Creencia que tal vez oculta un simple deseo de rentabilidad debida a la presentación de un objeto cualquiera como novedad.

    Sabemos que no somos capaces de mejorar al hombre. Y parece como si, para compensarnos de esta deficiencia, nos dedicáramos a inventar una ratonera mejor, un mechero mejor que los muchos que ya existen en el mercado.

    Parece que esta tendencia o manía de perfección está orientada bajo cuatro dogmas. Así:

    1. No dejar ningún objeto en paz

    Éste es el mandamiento básico y un ejemplo bastará para ilustrarlo. Ahí tenemos, sobre la mesa, dos cascanueces. Uno es un utensilio heredado de los abuelos, cuya única función es partir la cáscara de las nueces. Está hecho por dos patas sencillas, articuladas en uno de sus extremos y con la superficie dentada todo a lo largo para asir fuertemente una nuez de cualquier tamaño. El otro cascanueces, recién aparecido como novedad en el mercado, es un hermoso aparato cromado, de diseño aerodinámico como hecho para no ofrecer resistencia al aire. Un instrumento de indudable eficacia si se tratara de lanzarlo a atravesar el espacio de un vuelo.

    Tenemos también algunas nueces. Y puestos a romperles la cáscara, usamos siempre el aparato heredado de los abuelos, del que tenemos la absoluta seguridad de que no falla nunca. Con el nuevo aparato tan bonito hemos fracasado demasiadas veces para preferirlo al antiguo.

    2. Encerrar las cosas herméticamente

    La ley del hermetismo en el encierro funciona con monstruosa precisión en el caso de muchos objetos comunes y corrientes, como son las latas de todas clases y los botes de cristal con tapadera metálica. Las latas, en tiempos de los abuelos, se abrían sencillamente con un abrelatas también de aquellos tiempos. Ahora, los abrelatas son aparatos mecánicos, eléctricos, que se enchufan y desenchufan y que, en general, cuando los recibimos están también herméticamente encerrados en envolturas de plástico. Antes, el sacacorchos de los abuelos nos abría fácilmente todos los frascos y botes. Ahora, los botes menos peligrosos, como los de mermelada, están tan herméticamente tapados que algunas veces preferimos regalar el bote a los vecinos antes de conseguir abrirlo. Y todos los envases de plástico llevan unos cierres tan herméticos que el contenido se puede conservar años y más años y, en efecto, se conserva siempre que no ha habido forma humana de abrir el bote.

    3. El tamaño que se supone correcto es siempre insuficiente

    Para ilustrar este dogma basta con citar los modernos vagones del curioso sistema de transporte urbano subterráneo que se llama metro. Dentro de esos vagones, el viaje cotidiano de los pasajeros se divide en dos períodos iguales: los X minutos que tarda el pasajero en llegar desde el sitio que ocupaba dentro del vagón hasta el andén que, en general, ya queda totalmente fuera del mismo vagón.

    4. Lo complejo ha de prevalecer siempre sobre lo sencillo.

    Bastarán dos ejemplos. Tenemos dos bolígrafos. Uno de ellos es de tipo antiguo, muy sencillo. Se puede dejar siempre destapado. La tinta dura mucho tiempo. Siempre escribe igualmente bien y siempre en el mismo color. El otro es un bolígrafo último modelo, con cinco colores distintos. Los colores se cambian por medio de un mecanismo que la tercera o cuarta vez deja de funcionar. De los cinco colores solo usamos uno, el negro; pero el único que sobrevive es un color de tierra estéril, que no usaremos jamás. Los otros cuatro dejan de funcionar el cuarto o quinto día, en honor al de tierra estéril. Cuando enseñamos nuestro bolígrafo de último modelo a un amigo, le decimos: Es una maravilla. Y mientras él lo examina sin llegar a descubrir como funciona, nosotros escribimos con el bolígrafo antiguo, sencillo y primitivo, que nunca deja de funcionar perfectamente bien.

Serie de preguntas como final casi elocuente

    ¿Pueden considerarse como verdaderos adelantos las ventanillas de los automóviles que se abren y se cierran eléctricamente y que están dotadas de una marcada tendencia a la avería?
    
¿Los objetos resultado de atrevidos diseños sustituyen alguna vez con ventaja a los objetos de formas antiguas a los que ya teníamos el cuerpo y el alma acostumbrados?

    ¿Los sillones de plástico que se hinchan y se deshinchan, sustituyen con ventaja a los antiguos sillones comodísimos donde se duerme casi tan bien como en una antigua cama?

    ¿Los satélites que ya pueblan el espacio, son el fruto de una curiosidad científica fundamental?

    ¿O acaso este empeño en comunicarnos con el deshumanizado espacio ultraterrestre, equivale a confesar que hemos sido incapaces de comunicarnos efectivamente con nuestros semejantes?

    ¡Misterio!

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